
La historia que leerás a continuación sucede más de lo que debería, la mayoría que nos dedicamos al mundo freelancer, lo hemos vivido y seguramente tú te sentirás identificado/a con Juan, porque hay proyectos y hay clientes que solo debemos dejar ir como muchas cosas de nuestra vida.
La historia como todas empieza con un personaje y en este caso es...
Juan había llegado al punto en que cada email que llegaba le provocaba un nudo en el estómago. La notificación de un nuevo mensaje era una alarma que le sonaba en su cabeza, recordándole que su día de trabajo apenas comenzaba, aunque ya fueran las 10 de la noche. Desde que comenzó su carrera como diseñador freelance, todo parecía haber sido un viaje ascendente. Sus primeros trabajos fueron pequeños, pero fueron suficientes para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo. Luego, los proyectos comenzaron a llegar más rápido. Estaba recibiendo buenas ofertas, construyendo su portafolio y, lo mejor de todo, recibiendo buen feedback. Pero todo eso también trajo consigo una presión invisible que lo comenzó a asfixiar lentamente.
Al principio, Juan disfrutaba cada parte del proceso. Desde la lluvia de ideas hasta el último retoque final. Sentía que sus diseños hablaban por él, que su creatividad era lo único que importaba. Pero a medida que sus clientes aumentaban, también lo hacía la carga de trabajo. Varios proyectos llegaban al mismo tiempo, sin respiro entre uno y otro. La ilusión del éxito se fue diluyendo cuando comenzó a notar que su vida ya no le pertenecía. El trabajo se infiltraba en cada rincón de su tiempo libre, robándole la paz que alguna vez tuvo.
Y lo peor de todo era que, por más que se esforzaba, por más que aceptaba cada pequeño cambio, parecía que nunca podía hacer feliz a todos. Lo que antes eran simples ajustes en los diseños, ahora se transformaban en interminables correcciones. Los clientes comenzaban a pedir cambios que no entendía bien, pero que sentía que debía hacer para mantenerlos contentos. No importaba cuántas veces le explicaba el porqué de una decisión creativa, siempre había algo que no les parecía. "Hazlo más grande", le decían. "Más moderno", sugerían. "No me gusta esta tonalidad, cámbiala por completo", ordenaban. Juan, siempre intentando ser el profesional ideal, aceptaba todo, a pesar de que sabía que no podía seguir con ese ritmo. Pero pensaba que, al final, eso era lo que debía hacer para sobrevivir en este mundo competitivo.
El primer proyecto que realmente lo agotó fue uno con una cliente a quien llamaremos Mariana. Al principio, todo parecía ir bien. Mariana tenía una visión clara y, aunque su proyecto era un poco demandante, Juan pensó que valdría la pena. Pero a medida que avanzaban, las correcciones se hicieron más y más específicas, más arbitrarias. "¿Puedes cambiar la fuente? No me gusta la curva de esta letra", le pedía sin cesar. Juan hacía los cambios y los enviaba, pero el feedback nunca terminaba. Un día, Mariana le mandó un mensaje diciendo: "No me gusta cómo se ve el color, prueba con algo más colorido". Juan, ya cansado, se dio cuenta de que la "satisfacción" del cliente nunca llegaría. Todo se estaba convirtiendo en un juego de prueba y error, y él no estaba ganando.
A medida que Mariana le enviaba más y más correcciones, la ansiedad de Juan aumentaba. No solo porque las revisiones parecían interminables, sino porque cada cambio lo sentía como una crítica personal. La falta de respeto por su proceso creativo lo afectaba más de lo que pensaba. Cada vez que pensaba que estaba haciendo un buen trabajo, se encontraba con otro comentario que lo desmotivaba. Un día, Mariana le pidió cambiar el logotipo completo, porque "no encajaba con la visión". Y ahí fue cuando toco fondo. Juan miró el reloj y se dio cuenta de que llevaba horas sin poder desconectar, sin siquiera haber comido. No solo se sentía agotado, sino que también comenzó a dudar de su habilidad como diseñador. ¿Era él el problema? ¿No era lo suficientemente bueno?
Esa noche, mientras trataba de terminar un trabajo para otro cliente que también tenía su lista interminable de correcciones, Juan sintió que no podía más. Se quedó mirando la pantalla en blanco por varios minutos, sin saber qué hacer. La presión era tanta que le dolía el cuerpo. El cansancio lo estaba arrastrando a un lugar oscuro, donde la creatividad ya no fluía, solo se sentía abrumado. Sin embargo, mientras pensaba en todo lo que había hecho hasta ese momento, se dio cuenta de algo importante: estaba perdiendo lo que más le apasionaba. Su pasión por el diseño. Ya no estaba trabajando por la emoción de crear, sino por la necesidad de cumplir con expectativas que no siempre tenían sentido.
Fue en ese momento cuando Juan decidió que ya no podía seguir trabajando así. Ya no quería más proyectos que lo arrastraran al agotamiento, no quería más clientes que lo trataran como una máquina. No podía seguir diciendo "sí" a todo por miedo a perder una oportunidad. Sabía que su salud y bienestar no podían seguir siendo secundarios.
El primer paso fue establecer límites. Le costó, claro, que sí. Siempre había sido el tipo de persona que pensaba que decir "no" a un cliente era el fin del mundo, que siempre había que ser accesible y flexible. Pero no más. Juan comenzó a revisar los proyectos antes de aceptarlos, analizando si realmente le interesaban o si solo aceptaba por el miedo a perder ingresos. Aprendió a reconocer que, si un cliente no entendía o respetaba su trabajo, no valía la pena seguir con él. Así que comenzó a rechazar aquellos proyectos que le hacían sentir incómodo o que se veían claramente como una carga.
Con Mariana, decidió dar un paso aún más firme. Después de recibir otro mensaje pidiendo cambios poco claros, Juan le envió un correo en el que explicaba que no podía seguir con tantas revisiones. Le explicó que, si bien siempre estaba dispuesto a mejorar el trabajo, debía haber un número limitado de revisiones acordado desde el principio. Fue difícil, pero Mariana no lo entendió y decidió cancelar el proyecto. En ese momento, Juan sintió un alivio inmediato. No solo había dejado ir a un cliente que no valoraba su trabajo, sino que también había aprendido algo valioso: no todos los clientes eran para él, y eso estaba bien.
Con el tiempo, Juan fue perfeccionando su proceso. Comenzó a trabajar solo con aquellos clientes que realmente respetaban su trabajo y entendían sus límites. Los proyectos empezaron a fluir más fácilmente, sin la presión constante de correcciones sin fin. Su creatividad comenzó a volver a surgir, y lo mejor de todo fue que, al decir "no", comenzó a decir "sí" a lo que realmente le importaba. La vida de Juan, que antes se había reducido a entregas y revisiones interminables, volvió a tener equilibrio. Su pasión por el diseño resurgió, y lo que al principio parecía un fracaso, terminó siendo el punto de inflexión que le permitió encontrar el éxito en sus propios términos.
Quizás ahora mismo estás trabajando en un proyecto y con un cliente que sabes deberías dejar ir, no temas en hacerlo, cuando dices NO a un cliente o a un proyecto puede llegar a ser liberador.
¿Te ha pasado algo como lo de Juan? Cuéntanos...
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